01 abril, 2011

...10 minutos en el paraíso, una vida en el infierno...

Esta mañana desperté con intensas ganas de tener a Carolina junto a mí, a pesar de saber que eso era imposible por los momentos, o tal vez, por siempre.

Por esa razón, me dejé llevar por la calma, busqué entre mis cajones secretos la llave a la felicidad, y así permitirme trasladar a un paraíso inexistente por al menos unos minutos.

Luego de hurgar por un momento conseguí la bolsa, 200 gramos de cocaína pura brillaban como si fuera polvo de diamante. De mi cartera saqué una tarjeta de crédito sin usar para cortar las líneas y un billete de la más alta denominación, si iba a ir al jardín del edén lo haría con caché.

Seducido por ese blanco deslumbrante sumergí mi cara en ese mar de blancura, disfruté del olor a ácido por unos instantes y luego me vi en el espejo. Mi nariz parecía llena de tiza y reí al recordar a Al Pacino en una escena de "Scarface".

Después de ese momento "Hollywoodense", esparcí la coca en la mesita de noche y comencé a formar una por una las 20 líneas que inhalaría. El claqueteo del plástico contra la madera parecía una sinfonía de muerte, mientras mis ojos veían como se iban creando cada uno de esos caminos de droga.

Ya cuando estaba todo listo, el billete perfectamente enrrollado y la droga delineada, me coloqué cerca de la mesa para aspirar por primera vez. La primera línea desapareció rápidamente, luego la segunda y la tercera.

Me detuve para sentir y descubrir que al parecer mi cara no estaba, mi nariz tampoco y solo las paredes del cuarto daban vueltas. En mi mente mi cuerpo había desaparecido, a pesar de que podía verlo, realmente era una sensación extrasensorial. Tras unos segundos, todo se desvaneció y caí en un lugar de un negro infinito.
Una pequeña bombilla, la mesa de noche con la droga, Carolina y yo era lo único que existía.

Nos besamos, hablamos e hicimos el amor de manera desenfrenada. Luego de eso aspiré la cuarta, quinta y sexta línea, para tratar de cambiar el entorno de la fantasía y así fue. De ese cuarto oscuro, las alucinaciones me llevaron a un bote donde Carolina, ataviada con un sencillo vestido amarillo, jugaba alzando las piernas como si estuviera en un columpio imaginario mientras veía el horizonte. Me acerqué, la sentí y hasta pude besarla.
El brillo de la coca me volvió a deslumbrar, no sé cuantas veces inhalé pero la playa ya se había ido.

Al darme cuenta estaba en una funeraria, todo el mundo lloraba, Carolina miraba el ataúd con cara de reproche y desaprobación en sus ojos.

Caminé a ver el cadáver y allí estaba yo, petrificado, pálido y vestido con un hermoso traje, ese con el que siempre imaginé que desposaría a Carolina. Vi sobre el vidrio de la urna y allí tenía el resto de la droga, agarré mi billete para terminar de aspirarla, y reí al darme cuenta que me drogaba mientras veía mi cadáver, una imagen hasta ahora indescriptible.

Todo se fue borrando rápidamente y allí descubrí que tendría una sobredosis, pero no me importaba, había logrado ver a Carolina por unos minutos a cambio de entrar a un nuevo infierno en mi vida.