La ciudad en horas de la noche
aparentaba ser tranquila. Desde el ventanal de mi habitación de hotel tenía una
vista majestuosa. Las luces de los demás edificios semejaban a las de un juego
de video, de vez en cuando podía ver los faros de los carros que iban
tranquilamente por las calles, el azul y rojo de algunas patrullas policiales
que trataban de mantener la seguridad y una que otra persona que caminaba
rápidamente hacia su destino.
Allí en mi hogar improvisado de
una cama, un televisor, un baño y un escritorio, había vivido durante los
últimos seis días, siempre observando el mismo paisaje nocturno y nada fuera de
lo común. Como tenía acostumbrado—mientras el mundo parecía seguir su curso
normal— yo me acostaba a observar detenidamente el techo lleno de espejos que
me devolvían un reflejo que me resultaba pesado e incomodo.
Mi cuerpo ya no era el mismo de
unos años atrás, el tiempo había hecho estragos y las arrugas minaban mi piel
tostada por el sol. Uno que otro tatuaje me recordaba episodios de mi vida y
otras cicatrices se mantenían en algunos lugares, iguales al primer día cuando
una herida me causó dolor. Mientras me recorría con la mirada sentí el peso de
la soledad sobre mis hombros. La cama matrimonial me resultaba demasiado grande
y nadie parecía dispuesto a llenar ese espacio vacío.
Me levanté y caminé por la
habitación. A través de la ventana la noche seguía su curso y todo estaba calmado.
Quise salir a esa inmensidad oscura, solitaria, tal vez aprovechar la ciudad
para mí solo sin nadie que me causara daño, pero no, tenía miedo de afrontar
ciertos temores que se alejaban cuando me recluía en mi habitación. Allí podía
darle rienda suelta a mis pensamientos, a veces los plasmaba en hojas sueltas
de papel o en las notas dispersas que juntaba para hacer sonar melodías en la
guitarra que guardaba en el armario.
Como no podía dormir—el insomnio
parecía ser mi mayor enfermedad—comencé a dar vueltas por la habitación,
parecía un tigre enjaulado tratando de buscar sitio donde reposar. Al final
encendí un cigarrillo y aspiré una larga bocanada, mis pulmones se llenaron de
nicotina y me sentí calmado. Saqué la guitarra y comencé a rasgarla suavemente.
Las viejas canciones de mi juventud venían a mi mente y las tocaba sin parar.
En catarsis gracias a la música, me sentí nuevamente libre. Seguí fumando hasta
que terminé la caja y me di cuenta que otra nueva mañana se acercaba, el sol
iba despertando y alejando la oscuridad de la ciudad. Un día comenzaba y todo
seguía igual para mí.
Las calles comenzaron a llenarse
de gente, los automóviles iban y venían más rápido rodeados del clásico sonido
de las bocinas y la rutina diaria se hacía más evidente a medida que pasaban
las horas. Decidí salir a tomar un poco de aire y calentarme un poco con la luz
solar. Me vestí con mi atuendo típico—pantalones, camisa, gorra; y una navaja
de bolsillo para cuidarme—y me fui del hotel.
En un café cercano estuve leyendo
el periódico—todo seguía igual en el mundo—mientras me fijaba en cada persona
de las otras mesas. Una chica con uniforme de colegiala estaba sumergida en su
teléfono con el seño fruncido, tal vez tenía una discusión virtual con un
amigo; un chico escribía en su computadora portátil mientras una taza humeante
reposaba a su lado. Me detuve a observar a un hombre vestido elegantemente que
leía un libro, por un momento su mirada se cruzó con la mía y al parecer le
inspiré miedo porque recogió sus cosas, dejó una propina sobre la mesa y
comenzó a caminar.
Hice lo propio y lo seguí. Luego
de dos cuadras a pie, el hombre se dio cuenta que no me había separado de él y
sentí que la tensión lo invadía. Mientras aceleraba el paso yo caminaba
tranquilo, conocía la ciudad y no lo perdería tan fácil. En una esquina aquella
persona viró hacia un callejón solitario—tal vez para esconderse y pasar su
miedo—, por lo que una calle antes yo cambié la ruta para interceptarlo más
adelante.
Mis cálculos no fallaron, diez
minutos después caminaba directamente a donde estaba el hombre fumando un
cigarrillo. Al estar cerca de él le pedí fuego para encender uno por mi cuenta
y pude notar que, efectivamente, lo había asustado. Aprovechándome del momento
saqué la navaja, aquel ejecutivo no encontraba qué hacer, me dijo que me daría
todo lo que le pidiera pero yo no quería eso.
Rápidamente lo golpee en la nariz
para dejarlo medio ciego, otro golpe certero cerca de la garganta lo dejó sin
respiración y sin ánimos de gritar. Seguí dándole una paliza por las costillas
hasta que me acordé que tenía la navaja. Lo comencé a cortar por los costados y
luego lo obligué a ponerse de rodillas, de espaldas a mí. Lo tomé por el
cabello y allí comencé a acabar con su vida. De derecha a izquierda hice una
gran abertura en su cuello, sentí como la sangre fluía fuera de aquel cuerpo y
el hombre se ahogaba en su propia sangre.
Al soltarlo ya había muerto,
dejando a su paso un gran charco viscoso que para mi parecía una obra de arte. Le
dejé todo lo que tenía encima y me fui al hotel. Al fin podría dormir en paz
esa noche.