No todo había resultado tan sencillo como esperaba. Allí estaba yo empuñando el arma, apuntándole directo a los ojos y aun así no podía disparar.
Su cuerpo a pesar de la paliza que le di minutos antes, lucía hermoso. Sus curvas se marcaban por debajo de la franela ensangrentada, sus ojos brillaban como el crepitar de las llamas y sus piernas aún eran esos dos pilares que hace años fueron la base y la columna vertebral de mi vida.
Guardé la pistola y me senté a su lado. Me confesé ante ella, le susurré al oído cosas de mi presente y de mi pasado. Le estaba hablando como si fuera una muñeca de papel arrugada, a la que pudiera alisar con palabras.
Ella estaba estática, inmutable ante mis palabras, fría a mis caricias y con una naturaleza salvaje encendida en su mirada. Quería decirle cosas que estaban escondidas en mi ser, pero un disparo sordo me sacó del éxtasis.
De mi estomago brotaba sangre y en sus manos estaba la pistola humeante, había usado las últimas fuerzas y lo que le restaba de valor para matarme. Siempre decidida, había hecho lo que yo no pude hacer. Minutos más tarde...ella también murió a mi lado.