09 mayo, 2018

El pueblo desierto (I)


El pueblo estaba totalmente desierto. Las casas desvencijadas, el asfalto de las calles roto y resquebrajado como si fuera piezas de un rompecabezas y las enredaderas invadían cualquier espacio vacío de las paredes.

Aunque era de día, algunos faroles permanecían encendidos. No había señales de vida salvo una pandilla de perros flacuchos que corrían de una esquina a otra, azorados probablemente por mi presencia.

A cada paso veía los fantasmas heredados por las historias de mi padre. La bodega donde veía series de TV acostado sobre un saco de arroz, la comisaria donde a mi abuelo estuvo preso por varias noches, la casa de mi tío segundo de gran solar y matas de mango, todo parecía cobrar vida a mi paso.

Al final de la calle principal, estaba el gran caserón familiar. Entreabrí la puerta y en el medio de la sala, en una mecedora destruida y acabada por las polillas me estaba esperando.

Un señor viejo, canoso y arrugado por los años.