09 julio, 2018

La invitación (I)


Después de una tarde de muchas fotos, conversaciones aleatorias y actualización de series, él tenía cierta ansiedad que le estaba quitando la paz; no sabía cómo dar el otro paso para asegurarse más tiempo con su amiga.

- ¿Por qué no te quedas esta noche y nos acompañas? -, le preguntó unos minutos antes de que se fuera. Hacemos cena, te preparo el sofá para dormir y terminamos de ver películas. Ella lo vio fijamente a los ojos con una serenidad pasmosa que aterraba.

- Sabes que eso es peligroso, tú tienes algo que me gusta y resulta interesante, insisto puede ser peligroso, pero acepto la invitación -, le respondió mientras volvía a colocar su bolso en las sillas del comedor.

Siguieron viendo TV, al caer la noche cenaron y así continuaron hasta bien entrada la madrugada. Como lo hacían a través de chats, hablaron demasiado de todo pero a la vez de nada. Antes de irse a dormir, sentía la necesidad de besarla pero no quería romper la magia del momento con indiscreciones.

Al apagar el televisor y quedar totalmente a oscuras, se abrazaron y ella le agradeció la invitación. Un beso en la mejilla, sus manos entrelazadas, miradas y no se enteraron del momento cuando sus bocas se encontraron en una batalla que estalló por la tensión acumulada.

Con delicadeza recorrió sus labios, acariciaba su cabello mientras ella respondía abrazándolo. Besó su cuello mientras con sus dedos descubría los pliegues de su vientre, su ombligo y la frontera hacia su feminidad.

De la boca pasó a sus senos, eran carnosos, turgentes y coronados por dos areolas morenas que ya estaban erizadas. Las mordió suavemente, jugueteó con su lengua y sintió su sabor a mujer. Ya los dos estaban desnudos y ella tomaba un poco más la iniciativa.

Con sus manos guiaba la boca de su amante a cada uno de sus senos y luego la fue bajando a su ombligo, le encantaba que la besaran allí. Sentirse querida, deseada y que un hombre que no era tan conocido como otros, la hiciera sentir que era la mujer más bella de todas.

Después de unos minutos de besos en su panza, la abrazó y la colocó de espaldas. Le besó las orejas y como un pintor que va creando un lienzo, recorrió con la yema de sus dedos todo el camino desde la base de su cuello hasta el comienzo de su trasero.

Recorrió insistentemente ese camino unas tres veces y de vez en cuando, sus manos se desviaban para tocar el perfil de sus senos, haciendo que su chica acelerara la respiración.

Se estaba rindiendo, en un acto reflejo levantó sus caderas para declararse derrotada en esa guerra de deseos y dejar abierto el camino hacia su feminidad y placer.