20 junio, 2020

Un toque de esperanza


Después del accidente solo quería morir.

Era una cosa, un maniquí de piel, huesos mal ajustados en su sitio y muñones casi cicatrizados para tratar de disimular esa unión donde alguna vez hubo extremidades. Solo me quedaba mi mano derecha a la que le dieron un uso muy especial.

Cada día abría mis ojos y alguien proyectaba en el techo escenas paradisíacas: una playa, un amanecer, pasajeros saludando desde un crucero, el lanzamiento de un cohete espacial; imágenes para hacerme creer que aún era humano.

Nada más lejos de la realidad: sentía como a través de las sondas conectadas a mi estómago iba entrando la comida, lentamente, sustancias espesas como una papilla que unos minutos después volvían a salir por una sonda trasera pero con olor nauseabundo, marrón y más espeso aún.

Respiraba gracias a una máquina que subía y bajaba eternamente, inflando mis pulmones como globos y ellos levantando mi pecho como si allí hubiera vida. 

Pero la peor parte se la llevó mi corazón. Durante la cirugía en la que decidieron mantenerme despierto abrieron un pequeño canal por mi traquea por el que introdujeron dos cables -uno azul y uno rojo - que iban por un extremo conectados directamente a la aorta y por el otro, no hay manera de entenderlo sino lo explico como me lo dijeron los doctores:

"El azul es el positivo, va directo a una batería que debe ser cargada manualmente. Y el rojo es el negativo, conectado a la punta de su miembro masculino que funcionará como una bobina: cada día tendrá que conseguir un orgasmo que será la chispa que alimentará la batería y también su corazón, sino lo logra, morirá."

Al escuchar eso, vi que el camino era muy fácil. Al no tocarme, moriría de un infarto y conseguiría el descanso. 

Lo que no esperaba era que al primer día, cuando estaba cayendo el sol y la batería comenzaba a dar señales de morir, una mujer enfundada en lencería sexy entró a mi habitación: sin decir palabra usó mi cuerpo para masturbar su boca, sus curvas y sus cavidades, luego de media hora, la batería estaba cargada y mi corazón despierto nuevamente. 

Así pasaron dos meses, 61 días, día a día la misma enfermera me usaba para calmar sus deseos y avivar mi corazón. A la tarde del día 62 no apareció, me sentí desfallecer, las advertencias de la batería eran cada vez más fuertes y mi pecho comenzaba a agitarse. 

Tal vez aquella mujer no había podido llegar, seguramente al día siguiente volvería, así que usé mi mano derecha y me masturbé frenéticamente. En segundos todo volvió a la normalidad. Sí, no podía perder la fe. 

Pero no sucedió, todas las tardes siguientes esperaba a la enfermera hasta el último respiro de la batería y allí usaba mi mano. Mañana sí, mañana sí, me decía, mañana si volverá. 

Al final entendí para qué habían dejado mi mano derecha: la mujer había sido un entrenamiento para convertirme en una cosa sin alma, sin humanidad pero con algo que en el fondo sabía que era una locura: un toque de esperanza.