Cuando entré a la habitación el contraste era perfecto, tu
cuerpo semidesnudo cubierto solo por ropa interior negra combinaba con las
sábanas, las cortinas, las alfombras, todo blanco.
Corté tu sostén para dejar solo un pequeño círculo que me
permitía dominar tus pezones a mi antojo. Recorría con mis dedos de acero tu
vientre, dejando una pequeña línea de sangre que iba desde el centro de tus
senos hasta tu ombligo.
Con un par de movimientos, abrí un pequeño triangulo en tu
panty que me dejaba vía libre para hacer lo que quisiera con tu intimidad. Tú
me pedías más agresividad, más pasión.
Sin pensarlo metí uno, dos, tres dedos en tu feminidad. Tus
gritos eran agudos, primero de dolor y luego de amor. Veía como tu vientre se
iba vaciando, hasta que por tu ombligo comenzó a verse el acero de mis dedos
que minutos antes habían entrado por tu vulva.
Inexplicablemente seguías pidiendo más. Saqué mi mano de tu
vientre y era hermoso, todo tu cuerpo latía y se movía. Tus ojos me veían
fijamente y tu voz solo me decía que siguiera.
Pasé mis manos por tus ojos, por tu boca, por tu cabello y
por tus pezones. Eso te encantó porque gritaste como loca cuando te los corté
uno por uno, al final, todo era un festín de sangre.
Terminamos y nos quedamos dormidos, tú con tus órganos al
aire libre y yo masturbándome, destruyendo para siempre mi virilidad para
convertirla en pequeñas semillas.
Las tomé con cuidado, las deposité en el interior de tu
cuerpo aún húmedo por la carnicería y me dormí.
Al amanecer, cuando desperté,
tú estabas muerta y el sol pegaba directamente sobre tu cadáver.
Allí, donde había plantado mis semillas, una pequeña planta
estaba creciendo.
Finalmente, mi hijo nacería.