18 octubre, 2017

Mi Macondo

Por quince años la casa fue el centro del huracán familiar, una tromba impulsada por una energía irreverente y casi sobrenatural que fluía desde las venas de la madre de los tres muchachos.
Allí, en ese espacio de cuartos resplandecientes y ventanas abiertas de par en par para recibir un golpe de naturaleza, sucedieron cosas que marcaron la vida de los tres: mis dos hermanas y yo.

Escondido entre los rincones degusté la feminidad de un amor cercano y lejano a la vez, una mujer que hoy yace casi olvidada en una caja de recuerdos que navega en un océano de sueños, gracias a ella conocía los placeres carnales de las aventuras de la juventud.

Esas cuatro paredes me ayudaron a guardar secretos, a crear canciones, poemas y una noche me impulsaron a convertirme en un asesino, un asesino de un ratón que quedó triturado bajo las cerdas de un cepillo de barrer.

Junto a mi madre, también pasé por el peor momento de nuestras vidas al ver morir al que me dio la vida. En esa casa viví, lloré, reí y después de quince años, aún sigo habitando allí.

Pero hoy todo es distinto. Mi madre, mis hermanas, parte de mi vida se ha ido para convertir al huracán hogareño en un fantasma de recuerdos como los que guiaban en medio de la ceguera a Úrsula Iguarán por los pasillos de la casa grande de Macondo.

Siento en cada lugar los pasos de mi mamá, la risa de mi hermana pequeña y los maullidos de la gata que llegó un día a la familia para no irse jamás.

Siempre he dicho que recordar es vivir, pero luego de estar en mi Macondo rodeado de espejismos del pasado, puedo decir que lo mejor que podemos hacer es vivir momentos para recordar y alimentar la memoria.