03 junio, 2018

El elegido


Trataba de dormir pero algo me molestaba. Me sentía observado, la presión de tener unos ojos encima me mataba. Miré por la ventana y allí estaba, era una gran masa negra con miles de faros apuntándome directamente.

De esa gran masa surgió una gran boca, como la de un tiburón, miles de dientes querían destrozarme pero solo sentí un suave empujón hacia esas grandes fauces. Aunque sabía que era abducido sin escapatoria a lo incierto, no quería defenderme. Dentro de esa gran obscuridad, solo había silencio y millones de puertas.

Cada una tenía etiquetas con nombres, fechas y fotos que me resultaban familiares. Eran momentos que no quería recordar. La fecha en que murió un ser querido, el nombre de esa novia que giró mi vida en 180°, la foto del reloj que me regalaron un cumpleaños y que un amigo de lo ajeno me robó, demasiados detalles dolorosos que me herían como agujas.

No quería entrar, no quería entrar, pero la curiosidad mató al gato. En la primera puerta sufrí, sufrí demasiado al revivir ese momento. Al salir, noté que me faltaba un brazo. Luego crucé otra puerta, grite, lloré y en medio de la desesperación perdí una pierna. No me podía detener, era un proceso perfecto de autodestrucción.

Al atravesar todas las puertas y perder cada parte de mí, solo quedó una de mis neuronas flotando en ese espacio oscuro. No sé cómo ni por qué, pero ocurrió un Big Bang que convirtió a esa pequeña neurona en un planeta, en un gran mundo para habitar. Allí comenzaron a vivir miles de millones de copias mías.

Vivían, se reproducían sin sentido hasta que un día, sin razón aparente, comenzaron a matarse entre sí. Se mataban como un virus. Al final, solo quedó el Elegido. Una de mis copias había sobrevivido para repetir el ciclo infinitamente y consumirse en mis miedos, en esos miedos que me persiguen cada noche atrapados en una gran masa negra, oscura y monstruosamente infinita.