03 agosto, 2018

Bellezas de la ciudad

No sé cómo llegué al borde. Desde allí podía ver toda la ciudad, a su gente caminar como hormigas, sus grandes espacios verdes llenos de árboles y uno que otro río que la atravesaba.

Sentía que necesitaba hacer algo, era un sentimiento que me estaba empujando a saltar, a volar, a flotar como una pluma en ese espacio citadino tan hermoso.

Di el paso. Me dejé caer, abrí mis brazos para sentir como el viento pegaba contra mí. No tenía miedo por lo cercano que estaba el piso. A pocos centímetros de chocar contra él, unas manos invisibles me tomaron y me lanzaron hacia arriba.

Comencé a rebotar. Al llegar al cielo caía y cuando me acercaba al suelo, volvía a subir. Me encantaba esa sensación de vacío en mi estómago, como todo lo que me rodeaba daba vueltas en caída libre.

Me acercaba a los árboles, atrapaba sus hojas entre mis manos y volvía a saltar hacia el cielo. Era impresionante poder observar el mundo así, como si estuviera en un trampolín infinito.

De repente la vi, era una personita diminuta que me hacía señas. Al principio pensé que me estaba llamando, pero simplemente me estaba apuntando con una cámara. Al parecer había captado mis saltos gigantescos en esa ciudad tan loca.

A medida que iba cayendo comencé a planear hacia ella, no quería que las manos me devolvieran hacia arriba, quería quedarme junto a esa desconocida que notaba mi presencia. Caía, caía y cada vez estaba más cercana.

Temí estrellarme contra el piso y aplastarla, pero no, como un milagro comencé a flotar lentamente y quedé parado junto a ella. La tomé de la cintura y nuevamente las manos nos volvieron a lanzar hacia arriba, ahora tenía una compañera, alguien a quién enseñarle todas las bellezas de la ciudad.