28 septiembre, 2018

La filarmónica


El escenario estaba totalmente a oscuras. Solo un pequeño farol amarillo iluminaba el centro del lugar, desde el cual yo dirigía la orquesta filarmónica que interpretaba cada una de mis canciones.
El éxtasis que emitía la música era incomparable, podía sentir la vibración de cada nota sobre mi cuerpo. A medida que el sonido se esparcía por el lugar, la atmósfera se iba haciendo más y más pesada, era como estar dentro de una caja de presión. 

Quería más, necesitaba más música. Una cantante salió detrás de los instrumentos para pronunciar palabras de despedida, de amores olvidados, de abandonos a futuro, de todo lo que yo había escrito. Era el acto principal, de repente, en el momento de explosión sonora las luces del lugar se encendieron y se hizo el silencio.

Estaba solo en el escenario, la orquesta había sido una alucinación y ahora frente a mí solo estaba la nada. Me di vuelta, todas las gradas estaban a total capacidad. Desde allí me veían mis amigos de infancia, mi familia, las mujeres que había llevado a la cama, las que quería llevar a la cama, mis hijos no nacidos, incluso el gato.

Cuando detallé mejor, en sus manos había rifles automáticos. Nuevamente la música regresó. Los disparos acompañaron cada nota de ese requiem agujereando todo mi cuerpo. Todos me disparaban y había placer en sus caras. 

Herido de muerte escuché los aplausos por ese acto final. Mientras mi cuerpo escupía las últimas gotas de sangre, vi que una mujer se acercaba al escenario enfundada en un vestido negro ceñido, una pistola entre sus manos. 

La colocó en mi sien y presionó el gatillo. El acto había terminado, la ovación fue de pie. La filarmónica también aplaudía mientras el telón de mi vida comenzaba a cerrarse para siempre.