12 noviembre, 2019

¿Quieres ir a mi casa?


Parecía que siete años habían sido como siete días o menos, ella estaba igual de hermosa como siempre. Ojos vivaces, cachetes un poco abultados, sus labios muy rosados y una piel pálida, color a la harina para hacer pasteles. 

La abracé, me dejé llevar por el aroma de su cabello y me apreté un poco a su cuerpo, sintiendo su calor. Me gustó que se dejó hacer, también estuvo unos segundos pegada a mí.

Como lo habíamos conversado un año atrás, ella estaba visitando el país donde vivía y cumplió su promesa, al menos teníamos que tomarnos un café. Hablabamos de cosas triviales, pero no podía evitar ver su cabellera negra como la noche y esa boca que nunca me atreví a besar. 

Pasaron unos segundos en que se hizo el silencio para mí, no sé si ella seguía hablando pero me atreví a tomar su mano. Ella no la quitó sino que dio un apretón firme, sentí la suavidad de su piel y mi cuerpo estalló de deseo.

Me acerqué y por primera vez nuestras bocas fueron una, en un baile de lenguas que se había postergado por siete años, 2.555 días, demasiadas horas, mucho tiempo perdido, pero tal vez el universo nos tenía reservado ese preciso momento.

El beso fue exquisito, tierno pero a la vez apasionado, de esos que te dicen que estás con la persona ideal. 

Ambos paramos un momento, nos miramos a los ojos y casi al unisono dijimos lo que debimos haber pronunciado mucho tiempo atrás: ¿Quieres ir a mi casa?