Cuando cruce al más allá, quisiera hacerle a mis seres
queridos una pregunta: ¿Recuerdan lo último que vieron antes de morir?
No sé ustedes, pero creo que puedo decir con exactitud lo
que se refleja en los ojos del asesino en el momento exacto en que te quita la
vida.
He estado en esa situación incontables veces. Cada día,
desde que me levanto, es una constante lucha por alcanzar la cima de mi Monte
Everest personal. Comienzo lentamente, sorteando obstáculos, saltando sobre
rocas y ganando puntos a mi favor.
Tropiezo con esos ojos que están en el tope de la montaña,
que me miran como un águila a su presa, pero trato de no pensar en ello y sigo.
Su energía negativa me debilita un poco, pero trato de
compensarlo imaginando el paraíso: violines, arpas, baterías, voces celestiales
y la luz de la cumbre.
Estoy cansado, a pesar de repetir día tras día la misma
ruta, mi cuerpo no se acostumbra y se debilita. Agotado veo desde un rincón
cómo el sol se empieza a esconder, justo allí, veo que crece una flor en la
tierra y me enamora.
La tomo en mis manos, la guardo y pienso plantarla en la
cumbre. Casi estoy llegando, he logrado sortear los obstáculos y ya comienzo a
imaginar mi alegría, mi felicidad al llegar al tope desde donde ella me miraba;
sin ayudarme, sin lanzarme al menos una cuerda o darme palabras de aliento.
No la juzgo. Pienso que ella también ha estado en una lucha
interna, escalando su propia cumbre y por eso no ha tenido oportunidad de ver
mi esfuerzo. Estoy seguro que cuando llegue a su lado, me ayudará y podré
descansar.
Pero todo es muy distinto. Cuando ya estoy con mis dos manos
sujetando el filo de la cumbre, con mis dedos sudorosos y con mis ojos en sus
ojos esperando por su mano amiga, nada ocurre. Su mirada es fría, comienza a reflejar el
fuego de la ira y solo puedo escuchar reclamos.
A pesar que ha visto mi valor, mi esfuerzo y mis ganas por
llegar a ella, no intenta ayudarme para evitar que caiga al fondo del
precipicio del que vengo.
Sus críticas son como balas: no diste el paso que yo
esperaba, tardaste demasiado, sigues tomando la misma ruta y no la cambias,
fallaste otra vez.
Como última esperanza, recuerdo la flor. A tientas se la
ofrezco, sus ojos cambian a ternura y finalmente veo el cielo en su cara, con
sus gestos de niña me dice que me tomará en brazos y aliviará mi cansancio.
Toma la flor entre sus manos, la huele y me da las gracias.
Está contenta. Pero eso dura solo unos segundos. Luego de aspirar su aroma, la
lanza al vacío y con sus pies comienza a aplastar mis manos.
Trato de resistir, pero inevitablemente caigo.
A
medida que mi cuerpo se acerca al fondo del precipicio, recuerdo su cara al ver
la flor. Ese es mi regalo, mi único recuerdo al morir y el que me dará
energía para intentarlo nuevamente cuando vuelva a salir el sol. Tal vez, en
esa oportunidad tenga suerte en la cumbre.