11 noviembre, 2021

El Paraguas


Su vida era rutinaria en todo sentido. Levantarse de la cama. Lavarse los dientes. Revisar el
correo de trabajo. Desayunar. Sentarse a trabajar. Jugar con su gato. Y repetir ese ciclo pero en diferentes horas.

Solo había algo que le hacía estallar la creatividad y era cocinar, donde combinaba ingredientes como malas decisiones en su vida, es decir, en grandes cantidades y sin sentido, para terminar, haciendo platos interesantes y con mucho sabor.

Papas, espinaca, crema blanca, queso por doquier, pimienta, sal, pollo, carne, pero había un platillo que era muy común para todos y él especialmente odiaba: la pasta. Esta comida
siempre se le escapaba de los cánones gastronómicos para terminar en una tragedia que
“nunca jamás” quedaba bien.

Y no era el sabor, porque consideraba que era uno de las mejores opciones para comer en la calle, sino que él no podía lidiar con un ingrediente que cambiara tan fácil en tan pocos minutos: de sólido a flácido en agua caliente, si se dejaba mucho tiempo al agua, se transformaba en masamorra y así, era un comida digna de una historia de adaptación a los estímulos radicales.

Pero lo que más le molestaba era calcular las cantidades y saber cuándo estaba lista. La primera vez que hizo pasta para un grupo de cuatro personas, fue tanta la que se cocinó que casi terminaron todos en una piscina abarrotada de fideos, como aquella escena en la película de 'Patch Adams'. Todo el grupo nadando entre masa, estrujándola entre los dedos y bañados en una mezcolanza de harina. Desde ese día, el trauma fue tan grande que “siempre siempre” terminaba haciendo de menos para no abusar en las cantidades.

Sin embargo, la razón por la que más detestaba a la pasta fue cuando le aconsejaron una excelente técnica para saber cuándo estaba lista: lanzarla al techo de la casa, si se quedaba pegada, aún estaba cruda, sino, podría ser algo comestible. Una noche, previo a una cena romántica, probó con un espagueti y se quedó pegado. Unos minutos después, intentó con otro, mismo resultado. Luego de seis lanzamientos dignos de un juego de béisbol, el séptimo inning dio resultados: todo estaba cocido.

En medio de la cena, de conversación, ojitos brillosos y copas de vino, notó que en el cabello de su chica había algo extraño: sí, un espagueti al parecer se había cocinado en el techo y había caído. Luego otro cayó en la copa de vino y ella lo notó.

Soltó una carcajada y vio el techo, parecía que había sucedido una explosión de comida. En medio de la pena, porque la chica realmente le gustaba y por su escaso dominio de la pasta, le prometió que para la próxima comida, le haría arroz y por si acaso, le ofrecería un paraguas.