27 junio, 2023

La piña

París es reconocida hoy día como la ciudad de la luz, sus calles evocan romanticismo, vida nocturna y una mezcla de historia y futuro en cada esquina que se recorre. Sin embargo, a principios del siglo XX todo era completamente distinto, un espacio que proyectaba crecimiento pero aún le faltaba mucho por lograr.

Para sus habitantes era un resquicio con callejones oscuros, malolientes y a veces peligroso, aunque en algunas oportunidades ofrecía un perfecto escondite para amantes furtivos que se escapaban de las cadenas de sus familias y se iban a retozar un poco a orillas del río Tamesis o en cualquier lugar donde la luz escaseaba y la oscuridad servía de manta para arropar su amor. Y entre ellos, mirándolos desde la distancia, oculto entre las noches, estaba un personaje que luego la historia haría famoso: el conde Dracula.

Aunque hoy se le conoce como a una bestia despiadada, adorador de la sangre y que se comía todo a su paso, esta idea es muy contraria a la verdad. Dracula era un incompredido, temeroso a los humanos y un constante observador del amor, un sentimiento que a él se le escapaba de sus manos como el agua que resbala entre los dedos porque nunca podía socializar normalmente con alguien.

Todas las noches recorría los callejones oscuros para mirar a los amantes parisinos, sumido en esos momentos de sana envidia, añoraba encontrar a una amante que lo supiera apreciar por lo que era: un ser extraño que deseaba ser normal.

Una noche la ciudad parecía más romántica de lo habitual, tal vez la lluvia que la hacía lucir más limpia y brillante, el agua convertía a las piedras de las calles en un espejo que reflejaba perfectamente las figuras de los caminantes y además, ayudaba a que los olores se exacerbaran y Dracula, entrara en un frenesí propio de una bestia insaciable.

Caminaba como un loco de esquina a esquina, mirando, escuchando, hasta que en una de ellas, escondido detrás de unas baldosa, pudo ver a una pareja que estaba apretada en un abrazo. Se besaban, ella colocaba sus manos en el cuello de su amantes mientras él rodeaba su trasero con sus manos. Dracula estaba expectante, quería ver qué iba a suceder pero en ese instante su olfato percibió un olor entre dulce y ácido, era algo indescriptible, ese aroma le recordaba a algo que para él estaba prohíbido y sin embargo le daba mucha curiosidad: le olía a sol, a día, a lugares coloridos.

Desde ese momento no tuvo paz, comenzó a cambiar sus habitos. En vez de escudriñar los rincones de amantes nocturnos, caminaba por toda la ciudad buscando nuevamente ese olor a luz. Las tiendas de ropa, los hospitales, los parques, hasta que pasó cerca a una frutería que apenas había cerrado y ahí lo sintió, ese olor amarillo. Entró sigilosamente, pasó su nariz por los estantes y su afinado sentido lo llevó derecho a un mueble donde había una fruta con escamas, una corona y un olor penetrante.

Quedó enamorado de su aroma y apenas hincó sus afilados dientes en su piel, no quiso más nunca separarse de ella. Nadie lo supo en esa oportunidad ni lo sabía hasta ahora, pero Dracula quedó prendado de la piña y por esa atracción murió, viajó al Caribe buscando su origen pero allí el sol era tan fuerte, que no lo pudo soportar. El amor y obsesión por aquella fruta, lo llevó a la perdición.