Todas las noches Cosette, la gatica de patitas de nieve, se acostaba tranquilamente en la alfombra del baño.
Cuando se encendían las luces, miraba hacia arriba y allí estaban los gigantes, con sus palabras extrañas que parecían una canción y en ella causaban extraños efectos.
Maullaba, se ponía patas arriba y daba vueltas esperando una caricia.
Los gigantes se sentaban a causar malos olores, a veces se lavaban los dientes o las manos, mientras ella los veía para entender sus costumbres.
Al apagarse la luz y cerrarse la puerta, Cosette se acercaba al hueco oscuro más cercano para llamar a su amigo de todas las noches, un pequeño ratoncito que no podía ver.
Cosette le maullaba, en señal que todo estaba bien y le daba la pata, para que su amiguito se montara sobre su lomo.
Bien firme a los pelos de Cosette, el ratoncito la mordía en la oreja suavemente para que comenzara a caminar. Esa era la señal, ambos abrían la puerta con la ayuda de las patas y se escapaban por toda la casa.
Cosette le iba contando lo que veía, mientras el ratoncito se reía y se impresionaba.
¡Este es mi platico de comida, por allá están mis peluches regados!, decía Cosette mientras paseaba por todos los rincones. Se montaba en la bañera y dejaba que le cayeran unas goticas de agua al ratoncito, que se mojaba los bigotes y calmaba su sed.
Luego se echaban en el mueble y dormían toda la noche, roncando y soñando con trozos de queso, tarros de leche y gigantes que caminaban por toda la casa.
Al amanecer la gatica se desperezaba, agarraba al ratoncito aún dormido por la cola y lo llevaba de nuevo a su hueco, para que descansara y esperara por una nueva aventura.