06 diciembre, 2020

Califernando y la dramaturgia gatuna

Califernando en sus cinco años de vida ha elaborado dos estrategias claras para pedir comida: abriendo y cerrando la boca rápidamente, como si estuviera mordiendo algo inexistente, ese bocadillo perfecto que solo puede materializarse en su mente gatuna. 

Lo hace cerca de mi oído, no sé si para despertarme, o simplemente compartir conmigo ese placer surgido de la comida ideal, esa que solo existe en su imaginación. Solo lo hace de madrugada, tal vez porque es más silenciosa, más precisa, más certera.

La otra forma de exigir la alimentación diaria es mirándome directamente a los ojos, moviendo sus orejas hacia atrás y maullando, pero no es un maullido normal, de esos que se escuchan en la boca de cualquier gato, sino un sonido que raya en la poesía, en una obra teatral dramática y desgarradora, que al ser traducida del gatuno al español, diría algo así:

"Papá, tengo hambre, ven a observar mi plato. Se ve tan vacío, tan triste, tan melancólico. Míralo, refleja la soledad del mundo que nos rodea. Es un plato desolado, un territorio inhóspito que necesita de tu atención. 

Parece un universo sin sus estrellas, un perro sin sus pulgas, un ombligo sin su sucio, unas orejas sin su cera, obsérvalo papá, un plato así no tiene razón de ser. Lo muevo y no suena, carece de esa melodía tan perfecta entre lo tostado y lo suave, las ganas y la saciedad, ¿puedes llenarlo?

Dale vida al plato, por favor. Necesito verlo lleno, hasta el tope. Sentir que cuando acerque mi boca a él, mi nariz quedará sumergida en comida. Solo así podré comer tranquilo, pero solo por unas horas, luego te contaré nuevamente la historia del plato desolado".

Toda esa obra dramática sucede en segundos, mientras Califernando me observa y pienso que tengo al mejor gato del mundo, no solo porque es hermoso, por su compañía, sino porque al parecer, en un futuro cercano será un genio de la dramaturgia gatuna.