08 diciembre, 2011

...El niño que nunca nacería...

La noche estaba fría en la ciudad. Unas pocas personas caminaban por el puente que cruzaba el río; mientras, observaban una maravillosa ilusión óptica causada por el reflejo de la luna: parecía haber dos cielos llenos de estrellas; uno arriba y el otro cubriendo el agua.

En uno de los extremos del camino estaba esa chica exótica; cabello oscuro como la noche, jeans desgastados por el uso, unos converse plateados y una chaqueta casual; sin duda su estilo captaba la atención del que se le atravesara.

Por eso me fijé en ella al cruzar la vía para irme a casa a descansar, pensé en una rápida excusa para intercambiar palabras y me acerqué: - ¿Fumas? -, le pregunté mientras hacia un ademan acercandome dos dedos a los labios.

La chica me vio sorprendida, no sé si por miedo o por haberla sacado de sus cavilaciones, - No, no fumo. Eso mata los pulmones -. Su respuesta me pareció sincera, no como esos comentarios acartonados sacados de una propaganda mal hecha para combatir el vicio de fumar y le respondí al instante: - que bueno, yo tampoco (...), solo quería romper el hielo-, al parecer mi comentario le gustó y me devolvió una sonrisa.
Con eso nos bastó para charlar de cosas triviales: el clima, cosas de nuestros respectivos empleos, la política, los problemas del planeta; en fin, se nos fueron unas dos horas y al darnos cuenta ya estábamos en mi piso: un apartamento pequeño y acogedor.

Allí la desnudé poco a poco para descubrir que no era nada atractiva. Piel blanca, senos pequeños con areolas color café, un vientre abultado seguramente por cenas fuera de hora, caderas anchas y piernas torneadas; como dije, no era atractiva pero el color de su cuerpo me encantó.

La besé lentamente de arriba a abajo, juguetee con sus pies y mi lengua, después batallé con sus curvas y finalmente atrapé sus labios entre los míos. Ella solo recibía caricias, parecía extasiada al verme con esos grandes ojos con los que rato atrás me había observado al momento en que le pedí un cigarrillo.

Poco a poco la fui haciendo mía, hurgué todas sus profundidades - ombligo, orejas, boca, pubis - hasta el cansancio. Al final caí en cuenta en que se parecía a ella, a mi examor, y me sentí engañado por el destino; no podía haber dos mujeres iguales. Por eso al momento del clímax, mientras éramos uno solo la tomé por el cuello y comencé a apretar fuertemente.

Me miró aterrorizada mientras su vida se escapaba a través de mis manos, allí en ese momento murió en mi lecho; la maté y también di vida porque, jamás lo supe, pero unos minutos después de que su cuerpo fuera una masa inerte, mi semilla recorrió el vientre de esa chica muerta y se convirtió en mi primogenito; el niño que nunca nacería.