08 mayo, 2020

Dios, la garrapata y Fight Club


Cuando veo el mundo desde mi ventana siento un cúmulo de sensaciones increíbles. Todo depende de mi ánimo, aunque confieso que en los últimos meses no tengo muchas variaciones. Solo tres.

Al estar feliz me invade la soberbia, porque hay que admitirlo, todos somos una mixtura de pecados capitales caminando entre los demás mortales.

Observo las calles, la gente desplazándose como hormigas, los carros que se mueven como si fueran de juguete y me siento como Dios, dueño del mundo mirando hacia abajo: orgulloso, detallista y extasiado por tan maravillosa creación que sucedió en apenas siete días.

Pero esas ganas de ser Dios me pasan muy rápido y son reemplazadas por estrés, por ansiedad y ganas de saltar por la ventana. Los ruidos de las construcciones aledañas, de las ambulancias que pasan aceleradas, sumados a todo lo que procesa mi mente, eso me pone en tensión y me siento como una garrapata luchando entre los pelos del perro para salir airoso y sobrevivir en una selva desconocida.

Luego al llegar la nostalgia, porque también tengo algo de corazón y sentimientos, quisiera ver el mundo arder, que se borrara todo de un zarpazo para resetear mi mente y comenzar de nuevo. Ante mis ojos los edificios arden, estallan, se derrumban, es como una demolición controlada.

Estoy en la ventana observando ese final apocalíptico, como Tyler Durden al término de Fight Club, y me doy cuenta que ella sujeta mi mano. Acompañándome, comprendiendo lo que pasa por mi mente y aunque me apoya, sabe que el mundo debería destruirse, miro sus ojos y están llenos de anhelos, de cariños, de futuro, de incertidumbre y llego a pensar que hay esperanza.

La sujeto más fuerte, la pego hacia mi cuerpo y aunque no hay nada cierto, me digo que tal vez pronto todo podrá estar mejor y el mundo puede nacer de nuevo para volver a empezar.