09 mayo, 2020

Hacia lo infinito


Sobre mi cabeza la bóveda azul. Bajo mis pies la tierra fangosa, espesa, complicada para caminarla. Frente a mí, un camino infinito hacia lo incierto. 

El sol quemaba mi piel, mi corazón latía incesantemente y mi boca ansiaba al menos unas gotas de agua. No sé por qué lo intentaba, sabía que al final de esa lengua de tierra no existía nada, solo lo incierto.

A cada paso me hundía más, pero quería continuar, la esperanza de conseguir un propósito me mantenía en pie. El sol seguía quemando, aunque ahora oculto tras unas nubes suaves, como pintadas por algún ser milagroso que las colocó allí para que el calor no me matara. 

Uno, dos, tres pasos, cada uno que daba eran centímetros más hacia abajo. Ya no me movía, de la cintura para abajo estaba enterrado. Ahora lo intentaba con mis manos, sabía que quedaba vida en mi porque sentía la tierra en los dedos de mis pies. 

Miraba el cielo, lo infinito y sabía que debía insistir. Poco a poco me seguí hundiendo hasta que la tierra entró por mi boca, mi nariz y como un atardecer, mis ojos se fueron cerrando ante un horizonte incierto.

Solo quedó silencio, mis cabellos sobresaliendo de la tierra y mi mente aún encendida, pensé que tal vez ese era mi motivo de vida, quedar allí sembrado, esperando por una lluvia que tal vez me hiciera renacer de mis pies, de mi cuerpo, como un árbol de carne y hueso.