19 mayo, 2020

Playa infinita


Abrí los ojos. Pude reconocer al instante el murmullo característico de las olas, una gaviota pasó sobre mí dándome los buenos días. El sol ya se había levantado y lo supe porque noté que mi piel estaba caliente, probablemente tostada.

A pesar que las olas me arrullaban y el clima estaba perfecto para quedarse en cama, la curiosidad fue más fuerte. Necesitaba saber por qué había despertado en esa playa. Me rasqué los ojos, miré al cielo una última vez y me senté.

La playa era infinita, no se veía su final y lo más increíble era que a mi alrededor había miles de camas iguales a la mía. Confundido, curioso, puse los pies en la arena. Sí, la playa era real. A mis espaldas las olas continuaban su danza imparable y no entendí en ese momento, pero unos perros aguardaban en la orilla.

Me levanté. Caminé entre las camas. Sobre cada una de ellas, un detalle de mi vida. El triciclo que me regalaron cuando tenía unos tres años. Mi anillo de graduación de la universidad que perdí quién sabe dónde. El reloj de mi papá. La franelilla que jamás regalé. Un plato de pasta con atún.

La tristeza me invadió. Eran recuerdos dolorosos. Comencé a correr entre las camas. Cada vez habían más y más detalles. Al final caí de rodillas en la arena, llorando, tratando de escapar de esa playa infinita. Miré al agua, ¿podría ahogarme?, pero en ese instante entendí por qué los perros estaban allí: rápidamente se pusieron en guardia, amenazando con sus colmillos afilados.

Volví a mi sitio. Ubiqué una cama vacía y me volví a acostar. Decidí que tenía que quedarme allí para siempre, convivir con los recuerdos dolorosos interminables, pero que si aprendía a tolerar, no me harían daño sino que serían solo un adorno en esa playa infinita.